16 de octubre de 2013

Sobre el suicidio.

Me dijeron unas cuantas veces un día que escribir un artículo en contra de la fidelidad de un premio literario era un acto de suicidio -literal y literario- imprudente por mi parte; pero no. Lo que mis allegados mal llaman suicidio no es más que un acto de gallarda cobardía preadulta -o postadolescente- contra unos enemigos inexistentes -lo que me sitúa en la piel de Alonso Quijano contra molinos agigantados- dentro del mundo de la literatura. Lo que importan no son el número de reacciones que provoques sino las personas que reaccionen, me decían acertadamente. Bien. ¿Y qué? ¿Qué coño me importa a mí que unos reaccionen así o asá? Lo real e innegable es que lo leerán pocos, que no llegará a ponerse de moda viral y olvidadizamente entre las redes sociales de mi desorientada generación, que pasarán desapercibidas -la entrada y mi actitud- y se perderán antes de existir, al fin y al cabo no he ganado ni publicado nada aún.

Quizá suicidándome llegue a entrar en ese mundo que se encargaron de asesinar desde Madrid.
Quizá suicidándome me admitan en su círculo.

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