17 de octubre de 2013

Propósitos.

Me reprochaba un señor esta tarde que lo único que quería conseguir con Verbalizando la basura era tener visitas y a eso debo únicamente decir -sin pretender reavivar la llama de una discusión infantil por ambas partes- que ese es el objetivo segundo -el primero me lo guardo secretamente- de cualquier publicación pública -disculpen el pleonasmo- y más si se trata de un blog como este.

Me lleva esto a preguntarme si es lícito 'esconderme' tras una pantalla y divagar sin final sobre literatura, escritores y escritos por el simple hecho de ser leído. Lo escrito hoy existe en una dimensión que incluye también al lector, osea que dentro de la ontología de texto incluimos la necesidad de existir para alguien más que para el autor. Eso es indiscutible. Aunque no es menos cierto que la razón primera de cualquier texto -o al menos debería serlo- es la de la necesidad de existir única y exclusivamente como expresión del autor -no hablo de sentimientos ni romanticadas varias-. Me cuesta imaginar a los autores de superventas como 50 Sombras de Grey (no deja de resultarme curiosa la homonimia entre esta y el drama médico de la americana ABC ) o Crepúsculo escribiendo estas tramas simplistas por necesidad literaria instintiva -su discutible calidad es producto de esto- y no con la motivacion de vender -como hiciera Cervantes- a cuantos más mejor. Permítanme enmendar mi comparación entre el Príncipe de los ingenios y los otros referidos matizando que Cervantes realiza una obra de estrategia genial y comedidamente perfecta mofándose de los lectores, ofreciéndoles un libro simplista y de puro y burdo entretenimiento -"Desocupado lector" es el vocativo burlesco empleado por el quijotesco autor- que encerraba detrás algo más profundo y pretencioso: dar buena cuenta y crítica de tal sociedad del XVI y el XVII sin que esto fuera una traba para que el dinero de los lectores fuera gastado. Cervantes escribe para comer. Y me permito pensar, que su razonamiento no andaría lejos de esa actitud de hacerlo perfecto aunque sea por obligación. ¿Desmonta esto lo dicho anteriormente de la necesidad literaria primera de existir? En absoluto. Hemos dejado en el olvido algo que necesitamos tener en cuenta antes de plantearnos cualquier cuestión: ¿qué razón extraliteraria y ajena al autor motiva el texto? Es decir: ¿qué es eso que el Catedrático Juan Carlos Rodríguez denomina en su libro Teoría e historia de la producción ideológica como radical historicidad? Sin duda en Cervantes está claro: la sociedad le crea como un ser desgraciado hasta el esperpento y él crea El Quijote siendo ese producto socializado y por tanto, reflejando en las motivaciones quijotescas esa matriz ideológica engendradora de todo lo histórico y social. Que Cervantes escribiera la magnum opus de la literatura española para vender, encuentra su lógica en el contexto -tanto socio-económico como personal- que lo envuelve, al verse obligado a ello.

Hoy la literatura no es la última opción para encontrar algo que llevarse a la boca. Hemos vuelto -o la sociedad nos ha hecho volver- a una dicotomía de creación literaria donde escriben aquellos que pueden permitírselo socioeconómicamente -salvo honrosas excepciones que las hay siempre- al carecer de la necesidad de emplear la totalidad de su tiempo en buscarse, literalmente, la vida y donde aquellos cuyas vidas son llevadas al día -o a la semana, o al mes- no pueden dedicarse al noble arte -de un tiempo a esta parte- de escribir; y aunque pese a todo pudieran permitírselo, jamás podrían llegar a hacerlo de forma aceptable, al carecer de un nivel de bienestar vital con todo lo que ello implica, incluida una educación real e igualatoria. La literatura se ha vuelto, de nuevo, un entretenimiento -en la mayoría de los casos- para nobles, solo que ahora, el feudalismo ya no existe y son burgueses y pequeño-burgueses los que se emplean a este menester.

Objetivamente pertenezco -familiar y culturalmente- a esa pequeña-burguesía creada en España bajo el seudónimo de clase media por lo que no tengo la necesidad -porque no existe- de escribir para que me lean y me dé de comer.

¿Me propongo subsistir escribiendo? ¿Es esto una forma más para no morirme de hambre? ¿Me he visto obligado a escribir en algún momento?

Escribo por gusto, esa es mi motivación literaria primera. Y no vale ya aquello de "como las paga el vulgo, es justo [...] darle gusto" de Lope. Así que no sé qué hago explicándome.

16 de octubre de 2013

Sobre el suicidio.

Me dijeron unas cuantas veces un día que escribir un artículo en contra de la fidelidad de un premio literario era un acto de suicidio -literal y literario- imprudente por mi parte; pero no. Lo que mis allegados mal llaman suicidio no es más que un acto de gallarda cobardía preadulta -o postadolescente- contra unos enemigos inexistentes -lo que me sitúa en la piel de Alonso Quijano contra molinos agigantados- dentro del mundo de la literatura. Lo que importan no son el número de reacciones que provoques sino las personas que reaccionen, me decían acertadamente. Bien. ¿Y qué? ¿Qué coño me importa a mí que unos reaccionen así o asá? Lo real e innegable es que lo leerán pocos, que no llegará a ponerse de moda viral y olvidadizamente entre las redes sociales de mi desorientada generación, que pasarán desapercibidas -la entrada y mi actitud- y se perderán antes de existir, al fin y al cabo no he ganado ni publicado nada aún.

Quizá suicidándome llegue a entrar en ese mundo que se encargaron de asesinar desde Madrid.
Quizá suicidándome me admitan en su círculo.

15 de octubre de 2013

La máquina de follar.

"Todos tenemos miedo a ser maricas. Estoy harto de eso. Quizás debiéramos volvernos todos maricas y tranquilizarnos. No agarrar el cinturón como Jack. Pero Jack, es bueno, para variar. Hay demasiada gente con miedo a hablar contra los maricas, intelectualmente. Lo mismo que hay demasiada gente que tiene miedo a hablar contra la izquierda, intelectualmente. No me preocupa el rumbo que tome el asunto, solo sé que hay demasiada gente con miedo."

    -Charles Bukowski. Escritos de un viejo indecente (1969)
Lo que más sorprende al abrir una obra de Charles Bukowski, es que puede hablarte de la brutal violación de una niña y de las impresiones que le provoca una araña en la pared mientras está sentado en el váter con la misma naturalidad y tranquilidad con la que yo estoy escribiendo esto. Los que nos consideramos fanes suyos y nos vanagloriamos de ello, nos vemos en serios aprietos a la hora de defender su literatura y nuestra fascinación por ella y más aún cuando los amantes del arte políticamente correcto nos ponen en entredicho y tildan, con acierto, como sucia, sórdida y sin estilo la narrativa de este beatnik de última hora. Hace algún tiempo que descubrí a este señor y su prosa me pareció fascinante porque, como critican sus detractores y he dicho antes, es sucia, sórdida y sin estilo. Pero se olvidan de algo, su narrativa es fluida como la que más y eso, muy pocos -quizá Salinger- lo consiguen con tanta naturalidad como él. En la contraportada de mi edición de La máquina de follar en Anagrama, una frase entrecomillada define lo que vengo a decir: “Escribiendo se parece a Charlie Parker tocando jazz”. A eso me refiero.
Lo segundo que impacta es que la obra en cuestión, la que sea, no tiene como protagonista a un héroe musculoso, atlético, de buenos modales y mejores pareceres, sino a una figura rodeada de sombra. Sombra porque se mueve en la oscuridad, en lo apartado de los luminosos focos de Hollywood y las luces de los escaparates de Nueva York. Lo sucio y desventurado es lo que llena sus lineas. Él mismo, encarnado en su alter ego Henry -Hank- Chinaski, es el protagonista de esta visión con telarañas del ser humano, más parecida a una esquina mugrienta en cualquier metrópoli que a un salón lleno de culturetas y modernos críticos de arte. Un maestro: el maestro de lo peor y menos deseable de conocer. Si la figura de Bukowski causa ese estupor en las masas en el año en el que estamos, ni imaginarme quiero lo que provocó en su momento la publicación de sus obras; hablamos de los años setenta y ochenta en la mayor parte de los casos. Supongo que sus textos suscitaron más desmayos de puritanas señoras mayores que aplausos por parte de la crítica. Siendo justos, su literatura le vino como anillo al dedo a esos que sentían ese antiamericanismo tan contestatario en las esferas culturales independientes esos años.
Quizás la claridad y la sencillez que consigue en sus textos no se deba más que al carácter autobiográfico, en parte, que posee cada uno de los escritos de Bukowski. No estuve, para mi desgracia, presente cuando se sentaba en su máquina de escribir y tecleaba, pero lo más seguro es que esa prosa tan poco buscada y tan conseguida fuera debida a un simple ejercicio de memoria. Un recuerdo nublado y sin detalles en exceso que hace que su forma de narrar, tan diferente a todo lo que se había hecho antes, se valga el seguimiento de toda una generación, la apódosis de un grupo de escritores y la acuñación de un término para un movimiento literario sin parangón: el realismo sucio.
Este realismo encuentra en Bukowski el máximo exponente de sus características y sus objetivos, dejando atrás el minimalismo y a la Generación beat, innovándose y reinventando la literatura de una forma sublime. Una literatura que daba cabida a las putas, a los borrachos y a las pensiones de a dólar la noche. Los protagonistas dejaban de ser héroes que ensalzaban los valores americanos para ofrecernos una visión más profunda e histriónica de la sociedad estadounidense en aparente avenencia tras unos años convulsos social y políticamente. Esa aparente paz social se ve desprestigiada cuando se les niega la atención a los protagonistas del sueño americano y la historia va terciándose, como poco, en un mal sueño americano. Como pasara con Baudelaire, su prestigio literario va en auge conforme el social decae a niveles insospechados entrando en una dialéctica en la que sólo se conciben tres conceptos intrarelacionados entre sí: sexo, alcohol y literatura.
Cuando se cae en lo obvio, normalmente se está en un infausto error agigantado por la negación a ver lo que es y lo que no es profundo. Los lectores de este escritor de origen alemán son proclives a eso, quedándose a las puertas de la realidad apoyados felizmente en la absurdez más absoluta de lo evidente. Me atrevo a afirmar, sin riesgo alguno de equivocarme, que cuando el alterego habla de sexo quiere decir amor; que el alcohol no es más que el símbolo innegable del dolor más absoluto y la literatura su única vía de escape. Cada palabra entonada en sus magistrales frases cortas resultan la poesía más absoluta sobre el amor y el dolor de boca de un testigo casi perfecto del lado menos recomendable de la vida. En una de las adaptaciones fílmicas de sus novelas, una de las escenas nos presenta a un Charles Bukowski apoyado en la barra de un bar barato fumando, bebiendo cerveza y escribiendo. Sin esperanza. Sin esperar nada más de la vida que poder sobrevivir un día más con algo líquido y etílico que llevarse a la boca.
Algunos sentimos más interés por la vida de Bukowski que por su obra, que también. Me fascina su persona por lo complejo de su ser y su capacidad de asimilación. Me intriga cómo una persona puede ser tan libre y tan esclava a la vez; libre de ataduras, de dogmas sociales, de ese derecho de pernada que tiene el conjunto de la sociedad sobre nuestra moral y creencias más básicas, pero a la vez esclavo de sí mismo, de los demás, de su literatura, de las mujeres y del alcohol. Me pasa un poco como a Holden Caulfield cuando dice que los libros que le gustan “son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay muchos libros de esos”. Por supuesto, tampoco hay muchos autores así, Bukowski es uno, sin duda; un autor que aún hoy, y siendo la influencia más clara y más reconocida por multitud de escritores contemporáneos, es casi desconocido. Sólo en círculos muy específicos Charles Bukowski es tratado como el autor de culto que es. Los ‘Crepúsculos’ y los ‘Milleniums’ poco tienen que hacer contra este, aunque supongo que si se convirtiera de repente en un éxito de ventas, dejaría de tener a su alrededor esa vaga atmósfera de misterio, de bar de carretera, del Los Ángeles más desconocido.
Henry Charles Bukowski dejó de beber hace un tiempo y echó su último polvo hace más aún. Cuando se fue no quiso llenarse la boca de frases majestuosas, ni dejar legado en su epitafio con palabras vacuas, de esto es testigo su lápida; la silueta de un boxeador defendiéndose y dos palabras valen para hacernos una idea más clara de su visión de la vida. “Don’t try.” un “No lo intentes.” con tintes de resignación y desgana; un reflejo de su actitud; el recuerdo de un borracho en la puerta de atrás de un bar peleándose con dos oponentes, la gravedad que intenta vencerlo, y otro tipo aún más borracho enfrente moviendo sus puños.

Publicado originalmente en Eclectic Magazine.